Apenas hace tres semanas que hemos vuelto de Cuba y los
recuerdos se amontonan uno sobre otro intentando no dejar caer en el olvido
nada de lo vivido y a nadie con quien se ha vivido. A veces, hasta es
complicado ponerlos en orden para saber qué pasó antes o después. Pero, ¿qué
importa cuándo se vivió si sabemos con quién y dónde?
Nuestra colaboración en misión ha sido en la zona occidental
de Cuba, en la provincia de Matanzas. Durante seis semanas hemos compartido con
el pueblo de Martí nuestra vida y fe junto con las Hermanas Dominicas de la
Congregación de Santo Domingo. En la comunidad de San Martín de Porres se ha
acogido durante ese tiempo a una centena de niños y niñas de entre cuatro y
doce años y a algún que otro adolescente que alcanzaba la mayoría de edad.
¡Madre mía! ¡Cuántos nombres se nos vienen ahora mismo a la cabeza! Pero esta
misión, ¡esa gran misión!, se debe a la escucha atenta que diariamente hacen
las hermanas dominicas al Espíritu Santo; verdaderas contemplativas que dan a
los demás lo contemplado. Amparo y Herminia son las que nos han enseñado que,
aunque en Cuba hay mucho por hacer, lo más importante es estar; mostrar en lo
cotidiano que el Evangelio puede ser vivido, ofrecido y acogido en hechos y
palabras guajiras ya sea en la capital, en el pueblo, en los bateys… en una
antigua casa colonial española o en una cabañita de caña y guano.
La misión esencial en Martí es promover espacios en los que
la persona tome conciencia de su ser, dignidad, capacidades y potencialidades
y, a su vez, que la familia, como primer núcleo donde se desarrolla la persona,
sea un espacio de vida, amor, respeto y protección. Para ello las hermanas se
desplazan de un pueblo a otro para la catequesis infantil y de adultos, la
atención a padres, enfermos, empobrecidos… colaborando con el padre Rolando
-sacerdote diocesano- que está encargado de las localidades de Martí, Itabo y
Máximo Gómez. Las hermanas, en Martí, aunque se encargan de atender a todo el
pueblo, están más centradas en la infancia y la adolescencia de la localidad.
Los niños y niñas de Martí van a la Iglesia -como ellos
dicen- como si fueran a su propia casa; y así se sienten cuando están dentro de
la casa de las hermanas. Allí juegan, dibujan, cantan, bailan, leen, escriben,
aprenden inglés e informática, descansan, comen y rezan. Ellas, con la estrecha
colaboración de Néstor y Digmary -dos jóvenes hermanos cubanos que se criaron
junto a las hermanas y eligieron como válido el mensaje de Jesús-, les ayudan a
ser personas para que, tomando conciencia de quiénes son, se acerquen a los
demás y a Dios. Los niños asisten todos los sábados del año y en los meses de
julio y agosto es cuando van todos los días desde las siete y media de la
mañana hasta las cuatro y media de la tarde. Pues, en la misión estival, en el
campamento de verano, es en la que hemos tenido nosotros la suerte de
participar; la suerte de madurar nuestra fe; la suerte de convivir y compartir
con el pueblo cubano.
Podríamos estar escribiendo un sinfín de anécdotas y de
situaciones que nos han encantado y otras no tanto, pero necesitaríamos tantos
días como los allí vividos para poderlas escribir. Sin embargo, no nos gustaría
cerrar esta redacción sin hacer caer en la cuenta de dos cosas: Cuba es una
princesa guachinanga que está deseando ser escuchada para poder ponerse de
nuevo el traje de gala y que, mientras ese momento llega, espera dentro de una cesta
de palma real, simulando la de Moisés, acompañada por la Iglesia -como la
hermana del salvado de las aguas-, a ser cogida del océano y puesta en el lugar
de hija que se merece.
Miriam Pérez Marcos
Sofía Mouni Linares
Juan Jesús Pérez Marcos, OP
Fiesta de fin de campamento
(Miriam, hna. Herminia, Sofía, hna. Amparo, Juan Jesús, hna. Matilde y
Digmary)
Algunas de las niñas del
campamento
Hna. Amparo con algunas
niñas del campamento
Hna. Herminia con algunas niñas del campamento