Hace dos mil soles
Mamerto Menapace
Cuentan que una vez un misionero llegó a una tribu de infieles, que por otro lado lo recibieron muy bien. Cosa que no siempre pasa entre los infieles.
Mamerto Menapace
Cuentan que una vez un misionero llegó a una tribu de infieles, que por otro lado lo recibieron muy bien. Cosa que no siempre pasa entre los infieles.
Este misionero comenzó por ganarse
las simpatías de aquellos salvajes, tratando de conocerlos bien, antes de
largarse a anunciarles la buena noticia del evangelio. Convivió unas cuantas
semanas con ellos, acostumbrándose a sus comidas, escuchando sus cantos,
aprendiendo su idioma, y sobre todo tratando de conocer lo que pensaban y
sabían sobre Dios.
Y aquí se llevó una tremenda
sorpresa. Aquellos pobres primitivos tenían de Dios una imagen temible.
Pensaban que Dios era un ser implacable, que estaba continuamente irritado, que
se disgustaba por cualquier cosa, y que exigía sacrificios enormes para quedar
satisfecho. Su Dios no buscaba para nada la felicidad de sus fieles. Ni qué
hablar de la posibilidad de amar. Estaban permanentemente atemorizados,
creyéndose en falta por cualquier descuido o pequeño error en el cumplimiento
de sus minuciosos deberes religiosos. Se podría decir que vivían sometidos a
una oprimente superstición de la que no podían liberarse.
Una vez que nuestro misionero se
percató de todo lo que les cuento, pensó que había llegado el momento de
iluminar aquellos corazones con la verdad del evangelio. Y, en una tibia noche
de luna creciente, pidió la palabra, junto al fogón de la tribu. A su alrededor
cantaban todos los bichos de la noche, en un juego fascinante de luces y
colores. Los perfumes del monte que los rodeaban parecían invitar a la vida y
al amor. El momento no podía ser mejor para entregar el mensaje de un Dios Padre
que tanto amó al mundo que le envió a su propio Hijo, no para condenar al
mundo, sino para que el mundo se salve por él. Y así, ante los oídos atentos de
aquellas pobres criaturas asustadas por lo divino, les fue relatando los
sencillos sucesos de la encarnación, de la navidad, las parábolas, llegando
finalmente al misterio pascual, con la pasión, muerte y resurrección del Señor.
Los ancianos de la tribu se ponían
la mano al oído, haciendo pantalla para no perderse ni una sola palabra. Los
hombres sentían que un aire nuevo, lleno de libertad y alegría, comenzaba a
soplar sobre sus vidas. Las mujeres, desde las puertas de sus chozas, trataban
de hacer callar a sus bulliciosas criaturas para poder atender a aquellas
inauditas novedades. Copado por esta atención llena de expectativa, el
misionero sacó sus mejores recursos para pintar la bondad de un Dios lleno de
amor y de ternura, que luego de darnos a su propio Hijo cuando aún éramos
pecadores, ya nada nos puede negar siendo como somos ahora sus hijos queridos.
El mensaje dejó francamente
estupefactos y llenos de admiración a aquellos infieles. Les parecía imposible
tantas cosas lindas juntas. Se sentían renacer a la alegría y a la paz. Ya
podrían sentirse seguros en medio de las tormentas, cuando bramara el huracán,
o chispearan los refuciles en el corazón de la noche. Si Dios estaba con ellos
¿quién podría estar contra ellos? Porque todo, absolutamente todo lo que Dios
permitiera —les había dicho el misionero— serviría para el bien de aquellos que
eran amados por Dios.
Cuando el misionero terminó su
mensaje se hizo un silencio profundo, cargado de preguntas pendientes. Fue el
cacique, quien, haciéndose eco de lo que estaba en el corazón de todos, se
atrevió a interrogar:
—Y ¿cuándo sucedió todo esto tan
hermoso que nos venís a contar? ¿Tal vez en la luna llena pasada? O tal vez
hace más tiempo, ¿varias lunas atrás?
El misionero se dio cuenta de que sus oyentes desconocían totalmente la historia, y no tenían noción de todo el tiempo que había transcurrido desde los sucesos vividos por Cristo desde Belén a la ascensión. Les explicó que hacía mucho tiempo que todo esto había sucedido. Que era imposible contarlo sumando lunas llenas. Que había que contarlo por soles y primaveras. Cuando finalmente les logró hacer entender que los acontecimientos hermosos que constituyen la buena nueva del evangelio hacía ya dos mil años que habían sucedido, y que por tanto los árboles más antiguos del monte aún ni siquiera habían nacido cuando todo esto pasó, sintió que sus oyentes cambiaban su sonrisa de agradecimiento por una mueca de rabia.
El misionero se dio cuenta de que sus oyentes desconocían totalmente la historia, y no tenían noción de todo el tiempo que había transcurrido desde los sucesos vividos por Cristo desde Belén a la ascensión. Les explicó que hacía mucho tiempo que todo esto había sucedido. Que era imposible contarlo sumando lunas llenas. Que había que contarlo por soles y primaveras. Cuando finalmente les logró hacer entender que los acontecimientos hermosos que constituyen la buena nueva del evangelio hacía ya dos mil años que habían sucedido, y que por tanto los árboles más antiguos del monte aún ni siquiera habían nacido cuando todo esto pasó, sintió que sus oyentes cambiaban su sonrisa de agradecimiento por una mueca de rabia.
Y fue nuevamente el cacique quién
rompió el silencio diciendo:
—¡Desgraciados! Hace dos mil soles
que esto ha sucedido ¿y recién ahora nos lo vienen a contar? Esto es señal de
que ustedes mismos no le dan importancia a estas cosas, o que nunca nos han
querido bien. De lo contrario hace rato que nos hubieran buscado por todos los
medios para venir a decimos cosas que para nosotros son tan fundamentales.
Si la buena noticia de Jesús nos
apasiona, si amamos en serio a la gente, nos vamos a sentir urgidos por ir a
llevarles una buena noticia que para nosotros y para ellos es tan importante. Seguro
que no vamos a esperar dos mil soles. Ni siquiera tres lunas llenas.